Historia de la gloriosa Noblex 7 Mares

En la habitación del fondo, en el placard, dentro de una prolija funda naranja que antes fuera mantel. Allí guardaba mi abuela la Noblex 7 Mares. Botonera, seis bandas, oronda antena telescópica y tapa protectora con elegante mapa de usos horarios. “¡No toque, eh!” Tarde de torta negra, té y pedidos de silencio: “¡Shhh!” El cuerpo reclinado sobre la mesa y la oreja pegada al parlante para encontrar entre interferencias y ruidos molestos el eco de una voz que la transportara de nuevo a su tierra, lejana en el espacio y en el tiempo.

El indicador largo recorriendo el dial de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, timoneado con habilidad, con la puntita de la lengua afuera para lograr precisión. Dos centímetros de trayecto podían llevarte de viaje por seis países europeos y dos distantes territorios asiáticos. El asunto requería cuidado y precisión.

En el momento en que se lograba la sintonía no se podía pensar en hacer ni un solo ruidito. Nada. Yo dejaba de jugar: comprendía el ritual y su importancia. Me parecía suficiente fortuna poder ver a mis abuelos escuchar la radio. El crepitar que aparece cuando no se logra sintonía me lo imaginaba como el fluir de un líquido espeso; y las voces que iban apareciendo pálidamente, me traían las imágenes de una persona saliendo de aquella agua turbia y revuelta.

Una vez al mes, mis abuelos viajaban hasta la ciudad vecina para cobrar su jubilación y aprovechaban para quedarse un par de días en lo de la tía Olga. Aunque yo me quedaba en casa con mamá, esos días mis viajes eran más largos. Descubrí que antes de irse, la abuela guardaba la llave del placard dentro de una cajita de música que a su vez ocultaba debajo de un par de medias de nylon hechas un bollo en el cajón de la cómoda. Entonces esperaba con impaciencia la llegada de la noche; que papá se pusiera a ver la tele y mamá a cocinar.

Y como si fuera una misión de espionaje, me metía en la habitación de los abuelos y revolvía la cómoda para dar con esa llave. Abría el placard despacito y allí estaba, en su funda naranja, la 7 Mares prohibida. El truco de ponerla bajo una campera de seguro no era tan efectivo como subirla hasta mi cuarto mientras no hubiera cortes publicitarios en la tele. No me dejaban enchufar cosas, pero no tenía forma de conseguir las doce pilas grandes que la radio necesitaba. Con cuidado constataba que se encendiera y corría a apagar la luz.

A oscuras, con la única luz del led indicador de encendido, comenzaba mi aventura. Primero seleccionar la onda adecuada, descartando las que me devolvían palabras que podía entender. Después ponerme cómodo en el piso, acostado boca abajo apoyándome en los codos. Y como si necesitara aún más oscuridad, cerrar los ojos y disponerme a imaginar: entre silbidos de interferencias y truenos de descargas eléctricas, palabras extrañas con entonaciones aún más extrañas.

Sonidos que se adivinaban música y desaparecían pisados por una voz en alemán, o en sueco, o en húngaro. La BBC imponiéndose sobre todas las demás, con un inglés tan claro que casi se podía comprender sin saber nada, pero nada, nada de inglés.

De pronto silencio abrupto. De pronto, los ensordecedores motores de una nave espacial y tener que tantear rápidamente la perilla del volumen, confundiéndola casi siempre con el regulador de graves que estaba al lado.

Buscaba algún misterio, uno cualquiera. Era tan raro todo que seguramente en cualquier momento surgiría algún hecho inexplicable. Y esa sensación me llenaba de un miedo indescriptible, un miedo que me conectaba con la raíz profunda y verdadera del miedo.

Que me hacía entender cómo sentían el miedo las personas antes de haber podido dar alguna explicación al amenazante mundo: el miedo que pudo haber sentido un hombre desamparado ante un trueno en el principio de los tiempos. Y esas voces imposibles, lejanas, sonando preocupadas, serias; dándome dimensión de las distancias, de las diferencias, de la inmensidad del mundo y de mi pequeñez.

La luz anaranjada de la mañana se filtraba por entre las cortinas y me acariciaba la cara. Me levantaba dolorido después de varias horas sobre la alfombra. La radio ya no estaba. No me atrevía a preguntar qué había pasado con ella, quién se la había llevado: si no había sido mamá, podría quedar en evidencia. Lo cierto es que todos los meses la Noblex volvía a estar ahí, en su cárcel naranja de tela, esperando mi rescate.

Un comentario

  1. Cuando yo la compre, hace ya mas de 40 años lo hice para escuchar a los Radioaficionados ya que mi ilucion era ser uno de ellos y logicamente lo logre, hoy hace ya 39 años que soy el titular de LU2 ERK, y la reliquia de la 7 mares todavia esta en mi mesa de luz, actualmente funcionando al 100 % x 100%.

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