En 84 páginas se resumen años de historias, de industrias, años en los que cientos de productos pasaron por los estantes de un almacenero. Y es justamente la libreta del almacenero la que encierra tantas historias, las suficientes para adivinar la economía de una familia de medio a bajo poder adquisitivo.
Claro, el que tenía plata no solía pedir fiado. La libreta era un símbolo de confianza, pero peligroso a la vez para las tentaciones porque sacaban y sacaban y a la hora de pagar, la clásica pregunta al comerciante «eh, ¿está seguro?, ¿tanto sacamos?». Y se daban las dos cosas, algunos comerciantes que se aprovechaban, pero al mismo tiempo la familia se llevaba más de lo que podía, total se pagaba a fin de mes.
Y hace poco en un pequeño almacén vi que una señora sacó la libreta de su cartera y el almacenero le anotó tres productos. Una leche, un aceite mezcla de un litro y medio kilo de papas.
En pleno 2017 existe todavía el almacenero que fía (fiar viene de confiar), pero no sólo que fía, sino que anota en la vieja libreta. Eso sí, sólo el producto, no el precio, que se pone recién cuando el cliente paga a fin de mes.
Una libreta del año ’72, encontrada casi de casualidad, describe, sin quererlo, los productos y las marcas que reinaban en el país en ese tiempo.
Por ejemplo, la familia sacó del almacén el 14 de abril de ese año, una botella de aceite de litro y medio (hoy ya no existen) marca «Tute», medio kilo de dulce de batata con chocolate, una caja de Maizena y 300 gramos de galletitas «Variedades» Terrabusi, de esas que al almacenero le llegaban en una lata cuadrada con un frente de vidrio, las mismas que las amas de casa pedían después para guardar el pan, que dicho sea de paso, de un día para el otro se ponía como goma.
En otra fecha, el 22 de agosto, la misma familia llevó de ese almacén un jabón blanco marca «Seiseme», un azulillo «Limzul Fuerza Blanca», una caja chica de Quaker, un paquete de manteca marca «Magnasco», un postre Royal de limón, medio de azúcar suelta y cuatro barras de azufre. Al margen, en la misma hoja dice «debe un envase de litro de vino CAVIC tinto».
Muchas de estas marcas existen todavía, pero muchas otras están ausentes de las góndolas, tal vez víctimas de la economía argentina tan vulnerable, o quizá superadas por el progreso.
Lo cierto es que en una libreta de almacenero, de esas que creíamos desaparecidas, se detalla parte del consumo de una familia, de las marcas que reinaban y del poder adquisitivo que tenían. Todo con la simple anotación del producto que llevaban.
Detrás de la libreta está pegada una etiqueta de un vino blanco, marca «Baroja», cuyo slogan era «fruto de una bodega centenaria», origen San Juan, envase de vidrio retornable. En esos tiempos los vinos tres cuarto casi no existían y si estaban en el mercado eran prácticamente inaccesibles para el común de los consumidores.
En otro capítulo de la misma libreta hay anotada una botella de ginebra «Llave», seguramente para aplacar el rigor del invierno, porque es un 22 de julio. Ese mismo día se llevó la misma familia un paquete de «Vitina», un almidón marca «Colman» y una botella de granadina «Cousenier».
Imaginariamente uno vuelve a los tiempos de las marcas de antaño, a los estantes hasta el techo a los que el comerciante subía en escalera, a los productos sueltos como la harina, el azúcar o los fideos, a los envoltorios con papel de astraza, a la bolsa de los mandados porque nadie entregaba bolsas en los comercios, a las cucharas de metal que usaba el almacenero para el expendio suelto, a las botellas retornables. Todo retornable era en ese tiempo.
Tiempos de retornables, de envases que iban y volvían, de esqueletos de botellas de vino o aceite, tiempos de la misma inestabilidad que la Argentina supo vivir en tantas oportunidades.